Mi difunto padre me dejó una casa, pero la mujer que vivía allí me reveló un secreto que lo cambió todo – Historia del día

Cuando mi difunto padre me dejó una casa de la que nunca había oído hablar, pensé que era un error hasta que descubrí que allí vivía una mujer que decía que era suya. Lo que me reveló destrozó todo lo que sabía.

La lluvia golpeaba implacable sobre los tejados mientras me apretaba el abrigo y aceleraba el paso hacia la notaría.

Mi padre se había ido. No podía quitarme esa idea de la cabeza. Siempre había sido mi roca, pero en los últimos años, esa roca se había desmoronado bajo el peso de unas deudas que ni siquiera podía comprender.

Finalmente, la casa en la que habíamos vivido juntos estaba a punto de ser embargada, y yo ya no tenía fuerzas para seguir luchando.

“¿Qué queda?”, me pregunté al llegar a la puerta del despacho, deteniéndome para respirar hondo.

“Probablemente nada más que otro recordatorio de lo mucho que hemos perdido”.

El vestíbulo olía a polvo y papel viejo, y su tenue luz hacía que las paredes revestidas de cuadros descoloridos parecieran aún más inertes. Me hicieron pasar al despacho del notario, donde un hombre mayor me indicó que me sentara.

“Empecemos”, dijo, hojeando una pila de documentos.

Mientras leía el testamento, apenas escuché. Mi mente divagaba, reviviendo momentos con mi padre, cómo siempre me lo contaba todo, o eso creía yo.

De repente, la voz del notario cortó mis pensamientos. “Una casa”.

“¿Qué?”, levanté la cabeza. “Perdone, ¿ha dicho una casa?”.

“Sí”, respondió, deslizando un documento hacia mí. “No tu residencia actual, sino otra propiedad de tu padre”.

Me quedé mirando el papel, con las palabras borrosas por un momento.

“¿Otra casa? Nunca la mencionó. ¿Cómo pudo ocultar algo así?”

Me temblaban las manos al ver los documentos. La dirección no me resultaba familiar.

¿Por qué no me lo había dicho? ¿Era ésta su forma de intentar compensarlo todo?

Una cosa estaba clara. Tenía que ver esa casa. Me parecía la única forma de descubrir la verdad.

***

Al día siguiente, el viernes, decidí enfrentarme a lo desconocido. Tomándome un día libre en el trabajo, recorrí una carretera sinuosa bordeada de árboles de hojas doradas. Permanecían altos y silenciosos, como si fueran testigos de algo que aún no podía comprender.

Cuando por fin llegué, la vista de la casa me produjo un escalofrío. Parecía vieja, pero no descuidada. Los grandes ventanales captaban la luz, y el porche recién pintado contrastaba con el tejado cubierto de musgo, que le daba un encanto casi de cuento.

Sin embargo, la inquietud en mi pecho se hizo más pesada.

“Es aquí”, murmuré para mis adentros, agarrando la llave que me había entregado el notario.

La llave no funcionó. Fruncí el ceño y volví a intentarlo. Habían cambiado la cerradura. Mordiéndome el labio, di un paso para asomarme por una ventana, con la esperanza de ver mejor el interior.

Fue entonces cuando la puerta se abrió de golpe con una fuerza que me hizo saltar.

“¿Puedo ayudarte?”, preguntó una voz severa.

En la puerta había una mujer, probablemente de unos sesenta años, con rasgos afilados y una expresión que dejaba claro que no se alegraba de verme. Sus ojos, aunque cansados, tenían una chispa desafiante.

“Yo… eh… ésta es mi casa”, balbuceé, mostrando la llave. “Me la dejó mi difunto padre”.

“¿Tu casa? Llevo veinte años viviendo aquí. He pagado las facturas, reparado las goteras y arreglado el tejado. Ésta no es tu casa y no me voy a ir”.

Apreté con fuerza la llave. “Mire, no sé quién es, pero tengo los papeles. Legalmente, esta casa me pertenece”.

“El papeleo no significa nada para mí”, replicó. “He puesto mi sangre, sudor y lágrimas en este lugar. ¿Crees que me iré solo porque tienes un trozo de papel?”.

Me acerqué más, intentando mantener la voz firme. “¿Y cree que voy a dejar que se la quede? He perdido mi casa, a mi padre… ¡todo! Esto es todo lo que me queda”.

Me miró con la boca apretada. Por un momento pensé que me cerraría la puerta en las narices. En lugar de eso, exhaló bruscamente y bajó ligeramente los hombros.

Llamé a mi abogado, que me aseguró que legalmente tenía derecho a la casa.

“Lo resolveré después del fin de semana”, dijo.

Volví a mirar a la anciana. “Me quedaré aquí hasta que resolvamos esto”.

“De acuerdo. ¿Quieres jugar a las casitas? Pues adelante. Pero no creas que voy a extenderte una alfombra de bienvenida. Por cierto, soy Deborah” -murmuró, apartándose lo suficiente para que entrara.

El aire del interior olía ligeramente a lustre de madera y a tiempo. No era sólo una casa. Era la casa de Deborah. Pero también era la mía.

La tensión entre nosotras era palpable, como una tormenta a punto de estallar. No estaba segura de cómo se desarrollaría aquello, pero una cosa estaba clara: ninguna de las dos pensaba echarse atrás.

***

Vivir bajo el mismo techo que Deborah me parecía una batalla a la que no me había apuntado. Parecía disfrutar encontrando formas de ponerme contra la pared. Deborah daba golpes en la cocina a medianoche, haciendo sonar las ollas como si se estuviera preparando para un festín, pero no había festín.

Por la mañana, el agua desapareció misteriosamente justo cuando me lavaba los dientes.

“¿En serio, Deborah?”, murmuré en voz baja, mirando el grifo seco.

Su mirada de arrogancia cuando me enfrenté a ella fue casi cómica.

“Deben de ser esas tuberías viejas”, dijo encogiéndose de hombros. Pero el brillo de sus ojos la delató.

Extraviaba mis llaves, mis zapatos e incluso el cargador del móvil. Los encontraba escondidos en lugares extraños, como la despensa o debajo del sofá. Era mezquino, pero eficaz.

Aun así, a pesar de toda mi irritación, había un destello de simpatía. Parecía sola, incluso desesperada, como si aquella casa fuera la última pizca de control que tenía sobre su vida.

El lunes por la mañana estaba mentalmente agotada, pero decidida a mantenerme firme. Ese día tenía una reunión con mi abogado y necesitaba que todo saliera bien. Mi ropa estaba perfectamente planchada y lista. Al menos, eso creía yo.

Salí para tomarla del tendedero donde la había dejado aireándose toda la noche, pero en vez de eso, la encontré en un montón empapado en el barro. El vestido blanco que había preparado meticulosamente estaba ahora manchado de tierra y hierba.

“¿Estás bromeando?”, grité, volviendo a entrar furiosa.

Deborah estaba sentada en la cocina, tomando el té despreocupadamente. Apenas me miró.

“¿Pasa algo?”

“Has tirado mi ropa al barro”. Mi voz se quebró de rabia.

Enarcó una ceja y su actitud tranquila no hizo más que avivar mi frustración. “No sé de qué estás hablando”.

Golpeé la ropa empapada contra la mesa.

“¡Esto! ¿Qué te pasa? No te he hecho nada, ¡y me tratas como a una criminal! ¿Por qué?”

Su taza de té tintineó contra el platillo al bajarla.

“No debes estar aquí” -dijo fríamente-. “Esta casa no es tuya. Nunca debió ser tuya”.

Me quedé paralizada. “¿Qué quieres decir?”

Se levantó y alzó la voz. “¡Esta era mi casa! ¡Tu padre! Me lo robó todo. Se llevó a nuestra hija y me dejó sin nada”.

“¿Qué?”. La palabra apenas escapó de mis labios.

Sus ojos ardían de rabia y dolor.

“Te dijo que estaba muerta, ¿verdad? No podía perdonarme lo que había hecho. Pero yo era tu madre. Soy tu madre”.

Le temblaba la mano mientras sacaba una pulserita del bolsillo. Me la tendió, con los labios temblorosos. “Mira esto”.

La tomé y me temblaron los dedos al darle la vuelta. Mi nombre y mi fecha de nacimiento estaban grabados en la delicada superficie. Se me cortó la respiración.

“¿Por qué?”, pregunté, con voz apenas audible. “¿Por qué iba a hacer eso?”

Su ira se suavizó, sustituida por un dolor tan profundo que era casi insoportable presenciarlo.

“Porque me fui”, dijo, con la voz entrecortada. “Cometí un error. Pensé que podría tener una vida mejor con otra persona. Pero ese hombre… También me abandonó. Cuando volví, tu padre se negó a perdonarme. Te secuestró y el tribunal se lo dio todo”.

Yo no podía hablar. La mujer con la que había pasado días resentida, la que me había hecho la vida imposible, era la madre que nunca conocí.

Continuó con lágrimas en los ojos. “Me dejó esta casa. Era su forma de aferrarse a lo que una vez tuvimos. Un recuerdo del amor que compartimos… y quizá su forma de agradecerme por traerte al mundo. Pero él no podía volver a vivir aquí. No después de todo. Esta casa contenía demasiado de nuestro pasado, demasiado dolor para que él lo afrontara”.

Toda la rabia que había sentido se evaporó, sustituida por pena y confusión.

***

Los días previos a la cita con el tribunal fueron tensos pero tranquilos. Deborah y yo nos movíamos por la casa como dos extrañas en lados opuestos de un campo de batalla. Apenas hablábamos, y cuando lo hacíamos, era de forma breve y cortante.

Pasé el tiempo pensando en la casa, en mi padre y en lo que Deborah me había revelado sobre nuestro pasado común.

Cuando llegó el día, sentí que el corazón me pesaba. La sentencia era clara: Deborah tenía derecho a la casa. Sus años viviendo allí, pagando facturas y manteniéndola la convertían en su legítima propietaria.

Sentí el peso de la derrota mientras permanecía fuera del juzgado. La casa, lo único que me había dejado mi padre, ya no era mía.

De vuelta a la casa, arrastré la maleta hasta la puerta principal. Deborah estaba en la cocina y sentí que me observaba mientras me preparaba para salir.

“Bueno -dije, rompiendo el silencio-, supongo que esto es el adiós”.

“Espera”, dijo Deborah, con voz suave.

Me volví, confusa. “¿Qué pasa?”

“He estado pensando”, dijo lentamente. “No quiero que te vayas. Me he pasado años culpándome, odiándome por todo lo que hice. Y cuando apareciste, desahogué todo eso contigo. Pero eres mi hija, Emily. No quiero volver a perderte”.

Sus palabras me pararon en seco. “¿Hablas en serio?”

“Quiero que lo intentemos. Quiero que lo arreglemos, aunque no sea perfecto. Lo siento mucho…”

La miré fijamente, sintiendo el peso de sus palabras. Entonces, sin pensarlo, di un paso adelante y la abracé. Al principio se puso rígida, pero luego se relajó y me abrazó con fuerza.

“Yo también lo siento, mamá…”.

Durante las semanas siguientes, limpiamos, ordenamos cajas viejas y desenterramos recuerdos. Poco a poco, la casa pasó de ser un campo de batalla a un lugar de curación. Aprendí que la familia consiste en perdonar y encontrar la manera de empezar de nuevo.