
Todos mis zapatos derechos desaparecían y yo no sabía por qué. Cuando por fin descubrí la verdad, se trataba de algo mucho más profundo y desgarrador que un simple zapato desaparecido.
Cuando me casé con Randy, nunca imaginé cuánto cambiaría mi vida. Su casa era enorme, más grande que cualquier otra en la que yo hubiera vivido.
Era el tipo de lugar que parecía una mansión en comparación con mi antiguo apartamento. Pero lo que hacía que me sintiera como en casa no era el tamaño ni los lujosos muebles. Eran Randy y Martha.
Martha era su hija de seis años, y era la niña más dulce. Desde que la conocí, empezó a llamarme “mamá”. Randy la había criado solo desde que era pequeña, y yo admiraba lo unidos que eran.
Me costó acostumbrarme a vivir con la familia de Randy. Su madre y su hermana también vivían con nosotros. Su madre, Evelyn, era de las que no se andan con tonterías. Siempre estaba ocupada con la jardinería, cocinando o tejiendo bufandas que nadie parecía ponerse. La hermana de Randy, Tammy, era más joven, aún estaba descubriendo cómo era la vida y pasaba la mayor parte del tiempo al teléfono.
Al principio, todo parecía perfecto. Todos parecían contentos con el arreglo, y a mí no me importaba compartir el espacio. La casa era tan grande que podíamos pasar horas sin cruzarnos. Pero entonces empezó a ocurrir algo extraño.
Una mañana, me levanté temprano para ir al gimnasio. Estaba medio dormida cuando fui a coger mis zapatillas. Encontré una, pero faltaba la otra.
“¿Dónde está la derecha?”, murmuré, buscando debajo de la cama. No había nada. Miré en el armario, en el baño e incluso en la cocina. Seguía sin haber nada.
Aquel día acabé poniéndome unas chanclas viejas para ir al gimnasio. Pensé que debía de haberlas extraviado de algún modo, pero no me parecía bien. Siempre las guardaba juntas junto a la puerta.
Al día siguiente, volvió a ocurrir. Esta vez se trataba de mi par favorito de Birkenstocks. El izquierdo estaba exactamente donde debía, pero el derecho había desaparecido.
Al final de la semana, ya era un patrón. Cada vez que necesitaba un par de zapatos, el izquierdo estaba allí, pero el derecho había desaparecido.
“Randy, ¿has visto mis zapatillas?”, le pregunté una mañana mientras tomaba un sorbo de café.
Levantó la vista de su portátil y se encogió de hombros. “No. ¿Has mirado en el armario?”.
“Sí, y debajo de la cama, y en todas partes”. Levanté las manos. “Es como si desaparecieran. Primero mis zapatillas, luego mis Birkenstocks y ahora mis zapatos. Es ridículo”.
Se rió. “A lo mejor la casa está encantada”.
Puse los ojos en blanco. “Muy gracioso”.
Decidí preguntarle a Evelyn. Si alguien había visto mis zapatos, habría sido ella. Siempre estaba levantada temprano, limpiando u organizando algo.
“Evelyn, ¿has visto mis zapatos? Los derechos siguen desapareciendo”.
Levantó la vista de su labor. “¿Tus zapatos? No, no los he visto. ¿Seguro que no te los has dejado en alguna parte?”.
“En absoluto”.
Sacudió la cabeza. “¿Tal vez sea Martha? Los niños son escurridizos”.
¿Martha? No se me había pasado por la cabeza. Siempre estaba jugando, pero no me la imaginaba escondiendo mis zapatos.
“Marta”, le dije aquella noche mientras la arropaba en la cama, “¿has estado jugando con mis zapatos?”.
Me miró con ojos grandes e inocentes. “No, mamá. No los he tocado”.
“¿Estás segura?”.
Asintió con la cabeza. “Lo prometo”.
Su respuesta parecía auténtica, así que lo dejé pasar. Pero a la mañana siguiente, cuando desapareció otro zapato derecho, supe que algo no iba bien.
Una tarde, mientras buscaba una vieja cámara de cine en la despensa, tropecé con algo extraño. Detrás de una pila de cajas había una maleta polvorienta, medio abierta.
“¿Qué es esto?”, me dije, sacándola.
Cuando la abrí, me dio un vuelco el corazón. Dentro estaban todos los zapatos que me faltaban, bien apilados.
“¿Qué demonios…?”, susurré, mirando fijamente la extraña colección.Mi confusión se convirtió en sospecha. La maleta no era mía, pero la reconocí. Pertenecía a Evelyn.
La llevé al salón, con el pecho oprimido por la frustración y la incredulidad. Evelyn estaba sentada en su sillón habitual, sorbiendo té.
“Evelyn”, dije, levantando la maleta, “¿puedes explicarme esto?”.
Frunció el ceño. “¿Explicar qué?”.
Abrí la maleta y le mostré los zapatos. “Éstos. ¿Por qué están mis zapatos en tu maleta?”.
Se quedó mirando los zapatos y luego me miró a mí, con una mezcla de confusión y actitud defensiva. “No tengo ni idea. Nunca los había visto”.
“¿Cómo puedes no saberlo? Es tu maleta”.
Evelyn dejó el té y se cruzó de brazos. “Te estoy diciendo la verdad. Yo no he hecho esto”.
Su tono era firme, pero yo no sabía qué creer.
Frustrada y agotada, sabía que no había más conjeturas. Necesitaba respuestas. Aquella noche, llamé a todos al salón. La maleta de zapatos estaba en el centro de la mesa de café, como una prueba en la escena de un crimen.
Randy llegó primero, con cara de confusión. “¿De qué va esto?”, preguntó, señalando la maleta.
“He encontrado los zapatos que me faltaban”, dije con firmeza. “Y quiero saber quién es el responsable”.
Evelyn entró a continuación, con expresión ya defensiva. Tammy la siguió con los auriculares puestos, mirando el móvil. Martha las seguía, agarrada a su conejito de peluche.
Me aclaré la garganta, intentando estabilizar la voz. “Llevo semanas perdiendo mis zapatos derechos. Esta mañana los he encontrado todos escondidos en la maleta de Evelyn, en la despensa”.
Evelyn levantó las manos. “¡Y ya te he dicho que no sé cómo han llegado ahí! Ni siquiera entro en la despensa, salvo para coger harina”.
“¿Entonces quién?”, pregunté, escudriñando la habitación. Mi voz vaciló un poco y odié lo desesperada que sonaba. “Alguien en esta casa se ha metido conmigo, y necesito saber por qué”.
Randy se adelantó, con el ceño fruncido. “No saquemos conclusiones precipitadas”, dijo, con tono tranquilo pero firme. “Ya lo resolveremos”.
Tammy levantó la vista de su teléfono, comprendiendo por fin. “Espera, ¿nos estás acusando de robarte los zapatos? Eso es una locura”.
“No estoy acusando a nadie”, respondí. “Sólo necesito la verdad”.
La habitación se quedó en silencio. El peso de lo no dicho llenó el aire. Entonces, cuando estaba a punto de volver a hablar, una vocecilla rompió la tensión.
“He sido yo”.
Me volví hacia Martha, atónita. Estaba junto a la puerta, con lágrimas en los ojos, agarrando con más fuerza su conejito de peluche.
“¿Qué?”, susurré.
“Lo siento”, dijo, con voz temblorosa. “Me los llevé yo. No quería disgustarte. Por favor, no te enfades”.
Parpadeé, intentando procesar sus palabras. “¿Me… cogiste los zapatos? ¿Por qué, Martha?”.
Miró al suelo, retorciendo la oreja del conejito entre sus pequeñas manos. “Pensé que… si no tenías zapatos, no podrías irte. Tendrías que quedarte conmigo”.
Sus palabras me golpearon como un puñetazo en las tripas.
“Oh, cariño…”, Randy se arrodilló junto a ella, con voz suave y dulce. “¿Por qué crees que se iría?”.
Martha lo miró, con la cara llena de lágrimas. “Porque mamá se fue. No se despidió. Simplemente… se fue”.
La habitación se quedó en silencio. Randy tenía la cara pálida y los ojos brillantes. Evelyn se enjugó los ojos con un pañuelo.
Martha se volvió hacia mí, con la vocecita quebrada. “No quiero que tú también te vayas”.
Caí de rodillas ante ella, con el pecho dolorido. “Cariño”, susurré, estrechándola entre mis brazos. “No me iré a ninguna parte. Te lo prometo”.
Enterró la cara en mi hombro, sollozando en voz baja.
Durante un largo rato, nadie habló. El peso del dolor de Martha flotaba en el aire.
“Lo siento mucho, Martha”, murmuré. “No sabía que te sentías así. Pero no tienes por qué tener miedo. Te quiero y me quedo aquí”.
Tammy se aclaró la garganta. “Cielos, Martha, podrías haber dicho algo”.
Evelyn la miró con dureza. “¡Tammy!”.
“¿Qué?”, murmuró Tammy, con cara de vergüenza.
Randy se levantó y me puso una mano en el hombro. “Gracias”, dijo suavemente, con la voz llena de emoción.
Martha se apartó, sus lágrimas disminuían. “¿No estás enfadada?”, preguntó, con voz queda.
“En absoluto”, dije, secándole las mejillas. “Me alegro de que me lo hayas contado. No tienes que ocultarme nada, ¿vale?”.
Asintió con la cabeza, lloriqueando.
Cuando la metí en la cama aquella noche, le cogí la mano y volví a prometérselo: “Estoy aquí, Martha. Y no me iré a ninguna parte”.
Sus pequeños dedos apretaron los míos con fuerza. “Te quiero, mamá”.
“Yo también te quiero”.
Mientras la casa se asentaba en su habitual silencio, me senté en el borde de la cama, sosteniendo uno de mis zapatos reencontrados. Le di la vuelta entre las manos, todavía asombrada de cómo algo tan pequeño había descubierto algo tan grande.
Pensé en todas las veces que me había sentido frustrada, buscando unos zapatos y sintiéndome confusa. En retrospectiva, parecía tan trivial. Pero para Marta había sido su forma de intentar protegerse de la pérdida de alguien a quien amaba.
No se me escapó la lección. El amor requiere paciencia y comprensión, sobre todo en una familia mixta. Se trata de prestar atención a lo que no se dice y escuchar con algo más que los oídos.